¿Y eso… lo tenemos aquí?

Hace pocos días di por concluida de forma definitiva la entrega de una serie de documentación histórica que, más que ocupada, me tuvo literalmente enamorada en todo este tiempo. Sí: estaba en un estado lamentable de nuevo por obra y gracia del gran mal que acecha al papel de estas costas, como podéis ver en las fotografías, pero hasta eso no nos impedía, tanto a la archivera como a mí, mirar extasiadas las delicadas formas gráficas de los textos manuscritos, los sellos… Se trataba de una serie de legajos que procedían de varios libros de acuerdos comprendidos entre 1587-1602.

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El punto rojo

Cuando un expediente en un archivo lleva este punto en su caja, malo. Si no recuerdo mal, es el mismo que nos indica en las bibliotecas que el libro está excluido del préstamo por las razones que sean. En el caso de un archivo, indica que está fuera de consulta. También puede ser por varias razones, imagino. Pero casi seguro sea porque consultarlo supone un peligro tanto para el documento como para la propia persona que decide arriesgarse a abrir esa caja.

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La primera piedra y la urna del tiempo

Hoy os voy a contar una historia. No la protagonizó Tintín, ni Rita Reporter* (*cuesta hasta encontrarla en Google, increíble)… sino una serie de personajes anónimos que -prensa mediante- han dejado de serlo. Hace algunos años (sí, años), cuando se decidió demoler la Antigua Escuela Superior de Trabajo, se halló bajo la primera piedra de la misma nada menos que una “urna del tiempo”: una arqueta de metal que contenía un recipiente de vidrio con una serie de testimonios documentales de la época de construcción de la misma (1935). Una especie de cículo del tiempo cerrado, donde las esperanzas depositadas en una insitución “para el pueblo” se tocaban con la finalización de las mismas. Casi una paradoja en estos tiempos que nos tocan.

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¿Y si no lo restauramos..?

Hace días que mantengo un silencio preocupante tanto en las entradas de mis dos blogs como en la página de Facebook: la justificación es que, en este oficio, los tiempos y los plazos mandan, y a veces es necesario ralentizar otra actividad dentro del trabajo… Pero no puede ser. No me gusta ver el último post en fechas tan lejanas 🙂 Quería compartir con vosotros algunas de las imágenes de varios expedientes documentales de 1797, en cuyo proceso de restauración he estado ocupada estos días, y que presentaban uno de los ataques fúngicos más virulentos que he visto. El estado de este conjunto de expedientes era tan lamentable que incluso procedía plantearse la necesidad real de su restauración. Es decir: ¿hasta que punto interesa invertir tiempo y dinero en una documentación donde el contenido prácticamente se ha perdido?

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La pátina del tiempo

El post anterior trataba sobre unos pequeños inquilinos que suelen reconocerse a simple vista por esos fascinantes colores que dejan a su paso en aquellos materiales orgánicos que entran en su menú. Quizá, la continuación más natural es comentar la variedad de manchas que podemos encontrar en nuestros libros y documentos. Hay un término que en conservación y restauración de documento gráfico se utiliza muchísimo: suciedad superficial. Su significado es obvio, ¿verdad? Lo habitual es que cualquier documento que tengamos en casa tenga esa “suciedad superficial”, porque las partículas de polvo y de contaminación existentes en el aire se depositan tanto en nuestro cuerpo como en nuestros libros. Son esas mismas que ven las personas que utilizan o hayan utilizado alguna vez un algodón impregnado en tónico facial.

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HONGOS, BACTERIAS… ¿invisibles?

Hoy toca uno de mis temas favoritos… que necesariamente he de abordar de forma breve, y por tanto limitada. Es sólo un acercamiento a este microscópico mundo, silencioso e importantísimo para la conservación de nuestro patrimonio. Quizá conviene introducirlo -aunque parezca fuera de lugar- reclamando que en la educación se eliminen los compartimentos estancos de formación, y también que desde los primeros años se estimule el aspecto más práctico de las enseñanzas científicas. Siempre me sentí muy atraída por las asignaturas de humanidades, pero cuando llegué a Restauración de Bienes Culturales y tuve que amoldarme a unos estudios eminentemente interdisciplinares, me di cuenta hasta qué punto mi camino quedó sellado -y en lo que respecta a los conocimientos deliberadamente empobrecido-, cuando en un momento de mi trayectoria educativa tuve que elegir entre “letras” o “ciencias puras”.

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Antes, durante, después… y dentro de muchos años

En los próximos días voy a disfrutar de mi familia en mi tierra de nacimiento, León. Estaré en un pequeño pueblo en donde sólo hace un par de años entró el primer autobús de línea que conectaba con la capital… Sí, es cierto; y no se trata de un pueblo de montaña con un complejo acceso, sino a poco más de 10 kilómetros y lindando con la planicie del Páramo. Hasta ese momento los habitantes teníamos que coger el autobús a dos kilómetros del pueblo, un poco “de estrangis”, en la propia carretera general. Los pocos jóvenes que éramos debíamos adaptarnos a ese medio para poder ir a la capital, con lo que sacarse el carnet de conducir y tener un medio de transporte propio era imprescindible para poder seguir estudiando tras el Bachillerato. No había alternativa.

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