La luz de las imágenes
Mucho de lo que nos encontramos en nuestro patrimonio nos cuenta una historia y nos lleva al pasado, casi en un flash-back.
Mucho de lo que nos encontramos en nuestro patrimonio nos cuenta una historia y nos lleva al pasado, casi en un flash-back.
Yo no sé si os sucederá a vosotros, pero a mí la conjunción de gripe, dolor de cabeza y sueño me suele derivar en un ataque de nostalgia. Eso de acordarme de cosas pasadas. Así que, Paracemol e infusión calentita mediante (con miel de Outurelos por supuesto), voy a pasar a continuar el post anterior y recordar cómo fue el proceso de restauración del contenido de la urna. Lo primero que sentí fue el ligero cosquilleo del miedo erizándome los pelillos de la nuca. Porque iba a tener comigo nada menos que tres ejemplares de prensa tamaño sábana. Abiertos, medían aproximadamente 89 x 61 cm…
Hoy os voy a contar una historia. No la protagonizó Tintín, ni Rita Reporter* (*cuesta hasta encontrarla en Google, increíble)… sino una serie de personajes anónimos que -prensa mediante- han dejado de serlo. Hace algunos años (sí, años), cuando se decidió demoler la Antigua Escuela Superior de Trabajo, se halló bajo la primera piedra de la misma nada menos que una “urna del tiempo”: una arqueta de metal que contenía un recipiente de vidrio con una serie de testimonios documentales de la época de construcción de la misma (1935). Una especie de cículo del tiempo cerrado, donde las esperanzas depositadas en una insitución “para el pueblo” se tocaban con la finalización de las mismas. Casi una paradoja en estos tiempos que nos tocan.
Uno de los encargos que tengo actualmente es una serie de periódicos de 1935. Es de estas restauraciones en las cuales, mientras realizas un injerto (es decir: colocas una pieza de papel nueva en el lugar donde había un vacío), o reaprestas el papel (es decir, lo dotas de mayor consistencia para su manipulación a través de un nuevo encolado en húmedo, todo ello con materiales de restauración), no puedes evitar girar la vista y ponerte a leer la actualidad del “día” en esa fecha.
Hace días que mantengo un silencio preocupante tanto en las entradas de mis dos blogs como en la página de Facebook: la justificación es que, en este oficio, los tiempos y los plazos mandan, y a veces es necesario ralentizar otra actividad dentro del trabajo… Pero no puede ser. No me gusta ver el último post en fechas tan lejanas 🙂 Quería compartir con vosotros algunas de las imágenes de varios expedientes documentales de 1797, en cuyo proceso de restauración he estado ocupada estos días, y que presentaban uno de los ataques fúngicos más virulentos que he visto. El estado de este conjunto de expedientes era tan lamentable que incluso procedía plantearse la necesidad real de su restauración. Es decir: ¿hasta que punto interesa invertir tiempo y dinero en una documentación donde el contenido prácticamente se ha perdido?
El post anterior trataba sobre unos pequeños inquilinos que suelen reconocerse a simple vista por esos fascinantes colores que dejan a su paso en aquellos materiales orgánicos que entran en su menú. Quizá, la continuación más natural es comentar la variedad de manchas que podemos encontrar en nuestros libros y documentos. Hay un término que en conservación y restauración de documento gráfico se utiliza muchísimo: suciedad superficial. Su significado es obvio, ¿verdad? Lo habitual es que cualquier documento que tengamos en casa tenga esa “suciedad superficial”, porque las partículas de polvo y de contaminación existentes en el aire se depositan tanto en nuestro cuerpo como en nuestros libros. Son esas mismas que ven las personas que utilizan o hayan utilizado alguna vez un algodón impregnado en tónico facial.
Hoy toca uno de mis temas favoritos… que necesariamente he de abordar de forma breve, y por tanto limitada. Es sólo un acercamiento a este microscópico mundo, silencioso e importantísimo para la conservación de nuestro patrimonio. Quizá conviene introducirlo -aunque parezca fuera de lugar- reclamando que en la educación se eliminen los compartimentos estancos de formación, y también que desde los primeros años se estimule el aspecto más práctico de las enseñanzas científicas. Siempre me sentí muy atraída por las asignaturas de humanidades, pero cuando llegué a Restauración de Bienes Culturales y tuve que amoldarme a unos estudios eminentemente interdisciplinares, me di cuenta hasta qué punto mi camino quedó sellado -y en lo que respecta a los conocimientos deliberadamente empobrecido-, cuando en un momento de mi trayectoria educativa tuve que elegir entre “letras” o “ciencias puras”.
Cuando alguien entra por primera vez en los centros donde se estudia restauración de obras de arte, de alguna manera siente como si se sumergiera en alguna de esas series de televisión sobre forenses e investigadores de crímenes en donde se trabaja con una imbricada serie de procedimientos y maquinaria de laboratorio.
En los próximos días voy a disfrutar de mi familia en mi tierra de nacimiento, León. Estaré en un pequeño pueblo en donde sólo hace un par de años entró el primer autobús de línea que conectaba con la capital… Sí, es cierto; y no se trata de un pueblo de montaña con un complejo acceso, sino a poco más de 10 kilómetros y lindando con la planicie del Páramo. Hasta ese momento los habitantes teníamos que coger el autobús a dos kilómetros del pueblo, un poco “de estrangis”, en la propia carretera general. Los pocos jóvenes que éramos debíamos adaptarnos a ese medio para poder ir a la capital, con lo que sacarse el carnet de conducir y tener un medio de transporte propio era imprescindible para poder seguir estudiando tras el Bachillerato. No había alternativa.