Esos insignificantes detalles diarios… qué dificil son de apreciar a veces, pero ¿qué sería realmente nuestra vida sin ellos?

Ser restaurador, y estar formado para fijarte en los detalles más pequeños de los objetos, te ayuda a ver la vida de una forma distinta, a dar importancia a realidades que muchas veces pasan desapercibidas.
Llegas a emocionarte por una simple hoja de papel; aún más, porque ese papel es artesanal y tiene una ligera, aterciopelada y sutil rebaba en los bordes; aún más, porque una de esas esquinas se dobló durante su fabricación y acabó deformada para siempre, como revelación de la prisa y del descuido de un oficio que acabó siendo mecánico e industrial; pero aún más, porque observándola a trasluz puedes percibir una huella del ponedor que contribuyó a crear esa hoja de papel, y eso hace que tu imaginación se traslade a esa época…; aún más, sí, porque entre las fibras del papel una pequeña semilla (¿quizá de un carro con grano que pasó por allí cerca?), huyó y acabó atrapada entre las fibras del papel, y conservada (momificada quizás), para que una habitante de un siglo lejano acabara reflexionando sobre ella.
Con todo ello no es de extrañar que, cuando a mi sobrina le regalaron por su cumpleaños un libro de Jerónimo Stilton que venía con una de las hojas deformada, atrapada por un milímetro entre las costuras de nylon y sin guillotinar, yo parloteara emocionada sobre la importancia de, simplemente, despegar esa hoja y dejarla intacta, sin cortar, sin tocar, como un testimonio de la imperfección de la máquina. En fin, realmente sin tanta retórica intenté convencer a su padre de que quizá ese defecto lo hiciera un libro único, de que no habría otro igual, de que esa hoja debía permanecer tal cual.
A los cinco minutos esa hoja estaba retocada con una tijera y era indistinguible de sus hermanas, salvo por las arrugas que su insistente padre no pudo alisar.
Es una suerte poder percibir los detalles, amarlos, conservarlos como están, no intervenir innecesariamente, agradecer el valioso testimonio de todo lo que llega a nuestras manos, valorar la imperfección como algo único.
Esa valoración apasionada es también la que hace que, como restauradora, sólo intervenga cuando no tenga más remedio, respetando escrupulosamente hasta el último vestigio histórico que lo identifique y que nos enlaza, a través de nuestra imaginación, con nuestras raíces.